La Correspondencia de España 05/02/1894
Cuentos del Domingo
El Nectar de los Dioses
Érase marinero apodado Peixote, que a los tres meses de casado hizo disparaste de engancharse como tripulante en la goleta Isla de Ons, destinada aquella vez a navegar en los mares del Norte de Europa, en cuyo comercio de cabotaje se entretuvo la friolera de seis años, días más o menos. Pues al tal marinero le sucedió lo que sucede con frecuencia cuando los maridos se ausentan por largo tiempo y cuando sus mujeres son jóvenes y guapas: lo que reza el siguiente cantar gallego:
Meu maridiño
foixe por probe;
deixou un fillo,
topou dezanove
Así lo decían las gentes del lugar, porque al regresar Peixote a su pueblo, situada en la boca de una de las hermosísimas rías bajas de Galicia, Rosalía tenía, no 19, sino dos; uno más de la cuenta que echaba el marinero. Y para el caso, según razonaban los murmuradores, lo mismo daba el aumento de un chiquillo que el de los dieciocho, supuesto por la musa popular.
Ya habrán adivinado ustedes que el niño sobrante del domicilio conyugal no tenía una sola gota de la sangre de Peixote; pero lo singular, lo extraordinario, era que ni la misma madre conocía al padre de aquella criatura, y esto no quiere decir que Rosalía se hubiera entregado a la mala vida, no señor, y lo verán ustedes andando el cuento, que tiene ménos de cuento que de historia.
El marinero llegó a su casa al anochecer, deteniéndose antes de empujar la entornada puerta, emocionado quizás por la solemnidad del momento, tal vez imaginando cómo principiar el ataque de caricias a su mujer y a su hijo, pero muy satisfecho de que la escena no tendría molestos testigos, pues dedicado el vecindario, en la playa del otro lado de la loma, a la fatigosa y prolongada tarea de arrastrar el arte (red de gran tamaño), el marinero había logrado su propósito de pisar, sin que nadie reparase en él, los umbrales del hogar. Entró y lo encontró vacío.
-Están en la playa- se dijo.
Y sin duda no le afligió la circunstancia de encontrarse solo, porque, frotándose las manos, se entretuvo a inspeccionar las habitaciones de la casucha. Rodando su mirada por los diversos objetos y enseres, la fijo primero con agradecimiento en la estampa de Nuestra Señora de la Lanzada, clavada en la pared con una púa de erizo marino, y luego en dos remendadas camisas de niño, extendidas sobre un banco, la una mayor que la otra, detalle que preocupo inmediatamente a Peixote, sin que después de varios minutos de reflexión lograse dar con una explicación satisfactoria. Un tanto pensativo, salió de la cabaña con el propósito de reunirse a Rosalía en la playa; pero lo modificó al considerar que allí no tendría libertad completa para abrazar y besar a su mujer y a su vástago, y pensó que, sin perjuicio de la sorpresa que quería dar a su familia, podía subir a lo alto de la loma, desde donde vería el arenal en que echaba el arte.
Sucedía esto a mediados de agosto. El ambiente era tibio; la mar, bella, y la luna, recién alzada sobre los montes de lo opuesta ribera, mostrábase como un gran disco amarillento al través de ancha faja de bruma violácea, suspendida sobre el Sur y el esta del horizonte. La luz, entre los postreros resplandores de la puesta del sol y los débiles rayos de la luna, era muy tenue: la quietud de la naturaleza contribuía a que la emoción de Peixote fuese más intensa, porque es probado el hecho de que a los rudos pescadores de la costa causa mayor impresión la tranquilidad del cielo y del Océano que sus terribles borrascas.
Al pisar la cumbre, el marinero siguió con la mirada el pronunciado declive de la peñascosa colina hasta fijarla en las dos filas de hombres y mujeres que tiraban acompasadamente de los cabos de la gran red. Reconoció la silueta de Rosalía, y eso que ambas filas estaban muy próximas a confundirse en una sola y que los trabajadores del mar hormigueaban remudándose alternadamente en la penosa faena. El copo de la red, al cual seguían las dos lanchas de costumbre, tocaba ya en la playa; oíanse gritos, carcajadas y canciones de satisfacción, y tanto de estas manifestaciones de alegría, como del chispeante rizamiento del trozo de mar comprendido entre el copo y el arenal, Peixote dedujo que la pesca era abundante. Vió también que unos cuantos chicuelos corrían hacia la orilla, tremolando sendos sarabardos (saquillos de malla, cuya boca es un aro de madera con mango más o menos largo).
– Uno de esos rapaces es mi hijo- pensó el marinero, quien siguió contemplando con éxtasis aquel grupo de gente, hasta que, hechas las habituales reparticiones y limosnas, empezó la desbandada
Calculó entonces que Rosalía habría que rodear la loma por el camino de bajamar, y se dirigió, para salir a su encuentro, hacia la casucha. A poco si dibujó en el sendero el contorno de su costilla, que conducía de la mano o un pequeñuelo de tres o cuatro años, y seguidamente apareció el bulto de otro niño de mayor estatura con el sarabardo al hombro.
-¡Hola! Aquí tenemos a los de las dos camisas.
Venciendo un pensamiento de desconfianza y arrastrado por el natural impulso de la impaciencia y del cariño, se lanzó a abrazar y avisar indistintamente a Rosalía y a las dos criaturas.
-¡Peixote!- exclamó atónita la pobre mujer.
-¿Este rapaz será de algún vecino,eh?
-Sí- contesto la aturdida Rosalía; – vive conmigo dos o tres añoshace.
El marinero abrió desmesuradamente los ojos.
-¿Cómo es eso?
-Pues…¿Te acuerdas de?…Acaso no te acuerdas …Pero si, debes acordarte..¡Desgracias de la vida!
El marinero no sospechaba siquiera que su mujer urdía una mentira. Achacaba su turbación al temor de que él se incomodase por una acción tan generosa y frecuente en las clases populares, cual es la de recoger y cuidar a los niños abandonados o huérfanos.
-¡qué desgracias ha sido esa?
-Nada..que..por Dios no me riñas, porque…
Y la infeliz prorrumpió en sollozos.
-¿estas loca mujer? ¿Qué he de reñirte yo, después de tanto tiempo que no te veo y no te abrazo?
El llanto de Rosalía creció al oir la cariñosa respuesta de su marido.
– por mi causa tenemos una boca más que mantener.
-¿Y qué hacerle? Pero cuenta, cuenta.
-Pues la..la
-¿Quién? ¡Acaba de una vez!
-La Margotiña..
-¿La nieta de la maragota, de aquel demonio de meiga? (Bruja) ¿Y ese es el retoño? ¡Vaya con la Margotiña! Pero qué, ¿se murió?
– Se marchó a servir, no sé adonde, y por unos días me encargue del chico. Pero no volvió y no he sabido más de ella
– Bueno, ya buscaré a esa buena pieza, y si no la hallo, mejor. Un hijo más.. y los que Dios quiera!
Así cargo con el mochuelo la Margotiña, cuya honra, completamente perdida, no interesaba a nadie
El inmediato Domingo, Rosalía tuvo pretexto para no ir a la misa. Peixote le participo que había hecho, en lo más recio de una tempestad, el voto de que ambos confesarían y comulgarían ante la Virgen de la Lanzada pero ella contestó resueltamente:
-Yo no quiero confesarme. No tengo que confesar, y no me confieso.
-¿Te has hecho protestante? Precisamente he andado estos seis años entre ellos. Quiere decir que no eres católica
-¿Qué no soy católica!
-¿Como que no quieres confesarte. Rosalía enmudeció, y su marido, después d econtemplarla un momento, añadió reposadamente:
-¡Vaya! Pediré consejo al señor cura.
Fuerza es revelar un secreto que tanto Rosalía como el párroco guardaba cuidadosamente. La infeliz había confesado a un sacerdote que no sabía quién era el padre del chico menor, pues ella no se había entregado a ningún hombre. Aquél se espantó de lo que calificaba de audaz y escandalosa invención de Rosalía, que ésta sostuvo una y otra vez; de manera que el cura, convencido de que la desdichada pretendía hacerle tragar, en acto tan respetable, una atrevida mixtificación, la nego la absolución. Por eso la infeliz no quería volver al confesionario.
En esto, una viruela más negra que lo de los infiernos, arrebato en breves días la vida del vástago de Peixote, triste suceso que ocasionó a Rosalía, en primer término, aguda pena, y luego un sorprendente ataque de catalepsia, que duró ocho días, durante los cuales la enferma permaneció insensible como un tronco y sin dar más señales de existencia que las indispensables para juzgar que su alma no había volado a acompañar la de su hijo mayor. La enfermedad dió mucho que hablar en el pueblo, y hasta el señor cura salía muy meditabundo de casa de la enferma.
Xanfaneca, a quien los vecinos tenían por hombre de alma atravesada, asomó también alguna vez por la puerta de la casa su antipático y estúpido rostro de ojos tiernos y cabello ralo… Repitióse el sueño cataléptico, y por último, Rosalía abandonó este valle de lágrimas.
El afligido marinero fuese a Vigo, no sólo para realizar una parte de sus haberes como tripulante de la Isla de Ons, sino también para buscar nuevo enganche, proponiéndose amparar con una parte de sus ganancias al retoño adulterino, creyéndole y amándole como a su hijo propio.
De manos a boca encontróse en el muelle con la Margotiña, que trabajaba en el transporte a los almacenes de la cual descargada; sobrevino la consiguiente explicación, en cuya virtud Peixote se consideró juguete de un mal sueño. Rosalía había sido infiel: le había engañado como a un chino, y él… ¡aun se preocupaba en asegurar la vida del hijo adulterino!.
Alguna reticencia o alusión a Xanfaneca, hecha por la Margotiña, llenó su corazón de vivísimas ansias de venganza, sobre Rosalía, ya no podía realizarlas; sobre el niño, sería un atrocidad, aunque todo el cariño se lo había trocado en repulsión. Solo quedaba Xanfaneca, poco antes de proceder se propuso conocer la verdad de lo sucedido.
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